La inmunización es una enorme conquista de la humanidad. Un estudio reciente en Estados Unidos estimaba que esta había reducido al menos el 92 % de los casos posibles de viruela, difteria, sarampión, parotiditis, tos ferina, polio, rubeola, síndrome congénito por rubeola, tétanos e influenza. Evitó el 100 % de los casos de viruela, difteria y polio. Nomás en una cohorte anual evitó 20 millones de casos y previno 40,000 muertes.
En el pasado reciente esto se celebraba. Hasta en Guatemala, maestros de la chambonería en servicios de salud, hemos gozado de coberturas efectivas. Se ofrece la vacuna, la gente lleva a los chicos, se ponen las vacunas y se salvan los chicos. Así de sencillo.
Pero hoy, justo en medio de la pandemia, constatamos que una proporción importante de gente desconfía de las vacunas. Ya en 2018 el 7 % de la gente dudaba de su seguridad (entre los niveles más altos en la región) y otro tanto de su efectividad. La semana pasada, en Con Criterio comentaba el periodista: tres de cada diez personas dudan de ponerse la vacuna contra la covid-19.
¿De dónde salen estas dudas? No vienen de la evidencia, pues es minúscula la proporción de gente con efectos adversos secundarios a una vacuna. Y la mayoría no tenemos ni tiempo ni recursos para cotejar la literatura que los discute. Por ejemplo: de 12.8 millones de personas vacunadas contra la covid-19 con la vacuna Johnson & Johnson, 38 desarrollaron trombos. Esto es menos de 3 de cada millón de vacunados. Es más probable que le pegue un rayo: 1 en 15,300 en 80 años de vida [1].
Va quedando una respuesta obvia. La gente tiene dudas porque alguien se las metió en la cabeza. Más aún, fue alguien en quien confían. Yo le diré que Santa Claus existe, pero usted no me creerá. Solo mis hijos, cuando pequeños, lo aceptaron porque confiaban en mí. Afortunadamente, en algún momento los saqué del engaño.
Lo que sí es reprensible y debería ser proscrito e incluso penado es que desde posiciones de autoridad se disemine información falsa y a sabiendas.
Y así llegamos al meollo del problema. Porque no vemos que el Gobierno garantice con efectividad y equidad la disponibilidad de la vacuna, pero igual preocupa que la gente no esté dispuesta a vacunarse. Superar la pandemia depende en última instancia de que suficiente gente esté inmunizada para alcanzar la protección de rebaño.
Tanto libertarios de derecha como progresistas de izquierda rechazan las medidas que a la fuerza mandan vacunar o prohíben conductas de riesgo. Tienen razón, pues es tan abusivo como amenazar con multa o cárcel a quien se toma un trago después de las nueve de la noche. Pero lo que sí es reprensible y debería ser proscrito e incluso penado es que desde posiciones de autoridad se disemine información falsa y a sabiendas. Suficientemente difícil le resulta al Ministerio de Salud diseminar información correcta para que algún irresponsable lo deshaga con las estupideces infundadas que atoran su cabeza.
Crecen los reportes anecdóticos y urgen las estadísticas sistemáticas: escuché entrevistar a un diputado que desde su equivocada posición antivacunas no prioriza resolver el fracaso de la compra de vacunas Sputnik 5. Leo sobre un predicador evangélico, apostado sin máscara en una esquina de la calle, despotricando contra las vacunas como la «marca de la bestia». Se suman las anécdotas, una tras otra, de personas —generalmente de clase trabajadora— que, al preguntárseles si se vacunarán, admiten que su pastor los ha prevenido contra hacerlo o hasta se lo ha prohibido. Mientras tanto, siguen los casos y las muertes por covid-19.
Usted y yo podemos fumar aun sabiendo que hace daño. Pero se castiga que el fabricante me diga que es saludable. Por eso cada cajetilla de cigarrillos y cada anuncio llevan una precaución. Y mientras más severa, mejor. Más que coartar la libertad de expresión, es evitar que el vendedor grite falsamente «¡fuego!» en el teatro, como razonaba en un contexto de guerra el juez Oliver Wendell Holmes. Y hoy la humanidad pelea contra el virus.
Usted y yo podemos resistirnos imprudentemente a la vacunación a pesar de los beneficios propios y ajenos. Pero es irresponsable y debería ser penado que un líder religioso, político o ciudadano se aproveche de su autoridad para decir que no nos vacunemos. Quizá debamos poner una precaución a la entrada de la iglesia: «Decreto 90-97: el consumo de este sermón causa serios daños a la salud».
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[1] Datos del servicio meteorológico de Estados Unidos. Si tuviera que vacunarse cada año de toda su vida, ya es otra historia, pero crucemos ese puente al llegar a él.