Del derecho de los hombres a importunar

Cuando recibí el mensaje, confieso que traté de recordar cómo iba vestida, si había sonreído demasiado, si me había sentado adelante o atrás…

Además de reportarlo en Uber, publiqué en redes el mensaje (sin identificar nombre ni teléfono), lo califiqué de inapropiado y agregué: «Grave. No entendió de qué va la cosa». Me refería a que el conductor no había entendido que una plataforma como Uber se basa en la confianza entre los miembros de una comunidad y que usar mi número de teléfono después de haber utilizado el servicio rompe esa premisa básica de confianza. Pero ese es otro tema. La realidad es que, en un país como Guatemala, ser mujer y subirte al carro de un hombre desconocido es un ejercicio de confianza. Casi de valentía, diría yo.

En octubre de 2017, con el hashtag #MeToo se denunciaba la extensión del problema del acoso sexual que sufren cientos de miles de mujeres. La esfera pública, en el marco de un movimiento solidario y masivo, es el contexto en el que estos cientos de miles de mujeres encontraron la seguridad y el sentido de protección y acompañamiento que les permitía denunciar sucesos que de otra forma no se habrían atrevido a denunciar (o por cuyas denuncias habían sido anteriormente ignoradas, ridiculizadas o incluso culpadas de provocar sus propios ataques).

El desbalance de poder que suele desfavorecer a las mujeres agredidas explica la tremenda fuerza que ha alcanzado el movimiento. Las denuncias del #MeToo han llevado en ocasiones a juicios sumarios de hombres que, a su vez, no han tenido ocasión de defenderse.

«Y x q se molesta? Es un mensaje muy bonito y con respeto, no creo q lo reciba todos los días», me respondía alguien en Twitter. Algo con lo que las 100 artistas e intelectuales que firman el manifiesto francés en contra del movimiento #MeToo quizá estarían de acuerdo.

En el texto, las francesas manifiestan su preocupación por que el movimiento #MeToo ha caído en «puritanismo», por que dentro de las dinámicas de seducción o cortejo se anule «la libertad de importunar» de los hombres. En una entrevista, la escritora Catherine Millet describe que el peligro mayor es ver siempre a las mujeres como víctimas incapaces de defenderse.

El manifiesto es crítico respecto de los linchamientos mediáticos, de cómo la denuncia pública convierte a la audiencia en un «tribunal público» que juzga y no da espacio a la defensa. Lleva razón Millet en esto. Y este es, diría, un problema del Zeitgeist más que del movimiento #MeToo per se.

«En todo texto polémico hay una parte de exageración, pero lo asumo totalmente», decía Millet. Y en esto también estoy de acuerdo con ella. Y es precisamente ese argumento el que puede ayudar a entender también de qué manera el #MeToo es tan imperfecto como necesario. En el afán de dar voz y combatir la normalización del acoso, el #MeToo es como ese texto polémico del que habla la escritora: exagera, elimina matices y generaliza. Esto, porque la esencia del movimiento es aglutinar una serie de experiencias, quitar el estigma y la culpa de la víctima, hacernos sentir acompañadas. «No estás sola. No eres la única». «Si yo denuncio, tal vez otras rompan el silencio».

Me gustaría decirle a Millet que a mí tampoco me gusta la idea de que la lucha contra el acoso se convierta en una lucha contra los hombres, de que se intente regular y limitar la espontaneidad del encuentro entre dos individuos y de que se obvie el hecho de que no todos los encuentros son iguales.

Decirle que seguramente el camino a la construcción de su feminidad le ha ido devolviendo poder para sentirse con la fuerza de decir basta, no. Que la palabra víctima seguramente le evoca debilidad y que, como yo, seguramente está cansada de que se asocie eso con la idea de mujer. Pero también sé que, para muchas mujeres, el camino para sentirse fuertes es lejano aún y que entenderse como víctimas es el primer paso para dejar de serlo. En Guatemala, las cifras de acoso y agresión sexual son escandalosas, y son mayoría las que se quedan en el dolor de un silencio. Me gustaría decirle que sí, que, más veces de las que imaginamos, un «piropo torpe e indefenso» puede terminar en una violación. «Este chavo del Uber sabe dónde vivo», me decía a mí misma (¿paranoica?) al recibir el mensaje.

Que muchas de esas mujeres responden intensamente ante el detonante de un hombre que frota sus genitales en el metro porque existe un precedente de un abuso previo. Que la «libertad de importunar» del hombre debe acompañarse de comprender cómo se han ido tejiendo las relaciones entre hombres y mujeres históricamente y que hay que asumir que esa historia permea nuestro presente. Y que sí, que tendrán que ser cuidadosos porque llevamos tanto tiempo en un trato desigual y machista, que los muros defensivos están más altos de lo normal y que tomará tiempo antes de que podamos asegurarnos de que no nos lastimarán.

Que, cuando el manifiesto dice: «Y consideramos que debemos saber cómo responder a esta libertad para importunar de otra manera que encerrándonos en el papel de la presa», pone exclusivamente sobre los hombros de las mujeres toda la responsabilidad de cambiar patrones y dinámicas que se han reproducido y normalizado por años.

Veo útil y necesaria la discusión que el manifiesto pone sobre la mesa y, en ese afán por continuarla, creo imprescindible entender que entre las agresiones y las microagresiones no hay una diferencia de naturaleza, sino de intensidad. Hay líneas que entendemos que no han de ser cruzadas, precisamente porque hay subyacente una diferencia de poder que algunos dan ya por superada y otros todavía tienen que descubrir que existe. El poder, ese que está tácito en algunas relaciones y que es necesario nombrar: el del hombre que contrata a una mujer, el del adulto que interactúa con una niña (o un niño), el del familiar que actúa desde la confianza de la presunción de bienintencionalidad, el del albañil que sabe que no le van a contestar o el del conductor que prometió no usar un dato privado para otra cosa que la interacción contratada.

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