Tendrá que preparar refacciones y desayunos desde muy temprano y revisar que el chofer y el guardaespaldas lleven a tiempo a los chicos al colegio. También piensa en Claudia, su prima, que una vez más la ha llamado por teléfono desde el caserío en Huehuetenango en donde vive, para pedirle que la ayude con la inscripción de sus cuatro hijos.
Rosario llegó a la capital hace cinco años, y desde entonces trabaja en la misma casa de la zona 14, en donde también vive. No tiene hijos ni marido, apenas le da tiempo para dedicarse a esas cosas y va muy poco a su casa, queda tan lejos y ahora le resulta tan distante en la memoria. Con Claudia crecieron juntas, por esto le causó mucha tristeza ver cómo se juntaba con alguien a una edad tan temprana e inmediatamente quedaba embarazada. Y con más tristeza aún presenció luego su abandono, cuando el marido partió para los Estados Unidos prometiendo remesas que nunca llegaron.
Los tres muchachos de la casa entran a la cocina haciendo alboroto, están emocionados por el inicio de un nuevo ciclo escolar. El más pequeño no puede esperar a que sus compañeros vean la nueva ponchera que sus papás le compraron en Miami, ahora que fueron a Disney para Navidad. Piden sus desayunos, hoy quieren panqueques y leche, mientras le recuerdan que no se olvide de ponerle esos deliciosos sándwiches de queso Emmental que tan bien le quedan. Tienen gustos caros, piensa Rosario mientras hace cálculos de cómo poder ayudar a Claudia nuevamente. Cerca del caserío solamente hay una escuela y a veces el profesor no llega. Le cuesta mucho enojarse con él, después de todo hay que caminar tanto por esos enlodados caminos, solo para llegar a una escuela en donde ni siquiera hay escritorios.
Tiene que ayudar a Claudia, piensa. Ninguna de las dos llegó a sexto primaria a pesar de sus sueños de una secundaria en la cabecera departamental, por esto entiende ahora a su empecinada prima, que no hace más que trabajar para pagar ropa, zapatos, modestas refacciones y pasaje para que sus niños puedan ir a la escuela del pueblo, que es mejor, aunque ninguna maravilla. Pero para los útiles no le alcanza, eso lo sabe bien.
Esta historia es ficticia, lo admito, pero también sé que refleja perfectamente la realidad social y educativa del país, en donde la vuelta a clases, que debería ser un celebrado acontecimiento en todos los hogares, se convierte para muchos en un profundo sufrimiento y en causa de más deudas y angustias. Eso para los que pueden pensar en la educación de sus hijos, que en realidad son una minoría. Al resto de los niños y jóvenes los vemos limpiando zapatos en los parques, vendiendo chicles, robando celulares.
¿Acciones posibles, más allá de seguir exigiéndole al Gobierno que cumpla con su obligación de proveer una educación de calidad para todos sus ciudadanos? ¿Seguir exigiéndole a la iniciativa privada que piense en algo más que en seguir enriqueciéndose a costa del trabajo de los otros? Pienso en iniciativas como la de la periodista Lucía Escobar, que cada año nos anima a apadrinar a un niño o niña con un modestísimo apoyo mensual para pagar sus estudios. A los más privilegiados nos toca hacer algo, de esto no hay duda.