Una parte afirmaba que la cebolla debía freírse en una cantidad mediana de aceite y que, cuando estuviera morenita —pero no quemada—, debía dejarse caer sobre los frijoles, que ansiosos esperarían en una olla.
La oposición decía que no, que la cebolla se freía en una olla con aceite al gusto hasta que estuviera cristalina y que los frijoles se le vaciaban encima.
Según los contendientes, su manera de hacer las cosas era la clave para que los frijoles tuvieran buen sabor. Y aseguraban que su educado paladar reconocía la diferencia. La legitimidad de ambos argumentos se prestaba de la costumbre. Así se hacía en la familia desde hacía generaciones, y la ensarta de sabias abuelas (de cada lado) no podía estar equivocada.
Para quien no come en aquella mesa, la discusión no tiene importancia. Es trivial, pueril, y hasta habrá quien la califique de pendeja, así que mejor pasemos de los frijoles a ciertos comportamientos sociales.
Si pensamos en ello, nuestra vida está regida por costumbres incuestionables. Algunas de ellas hasta pasan por encima de la ley. Para muchos hombres, golpear a su pareja es una costumbre justificada. Les pegan porque lo merecen. Si no hicieran lo que hacen, nada les pasaría. Ellos actúan por el orden y el bien de la familia. Golpear y maltratar mujeres es una costumbre y no importa que la ley lo prohíba.
También tenemos costumbres comerciales que, pese a estar prohibidas por la ley, son adoptadas o aceptadas (y las llamamos normales para poder decir ¡caso cerrado!).
Hasta contamos con largas y floridas disertaciones pseudoacadémicas que intentan convencernos de que la costumbre comercial es fuente de derecho aunque sea contraria a la ley y que ello es pieza estructural del liberalismo económico. ¡Vaya sofisticada manera de vendernos la ley del más fuerte como sagrada expresión de libertad!
En lo jurídico, la costumbre sí puede ser fuente de derecho. De ahí el reconocimiento o la tolerancia del derecho consuetudinario bajo banderas culturales o étnicas.
Y así podemos seguir en lo político, lo cultural, lo religioso, etcétera.
Cuando la costumbre se viste de tradición, puede inflarse desmesuradamente hasta empequeñecer la ley.
Así sucede en ciertas culturas africanas y asiáticas, donde la mutilación genital femenina es practicada por mujeres contra mujeres con el beneplácito de los hombres. También es tradición que los hombres asesinen a sus propias hijas o hermanas por razones de honor familiar. Y esto se tolera y encumbra por encima de la ley hasta por aquellos responsables de resguardarla.
Es un asunto bastante bárbaro y lejos de nuestra cultura. Aunque quizá, si agudizamos la visión, descubriremos cosas nuestras que para aquellos africanos y asiáticos pueden sonar igual de injustificables.
A aquellos les resultará una aberración social que los jóvenes escojan a su pareja, muchas veces desafiando a la familia entera. O, si ven nuestra costumbre tan irresponsable y estúpida de desperdiciar agua cotidianamente, dirán que estamos condenados a la extinción.
Algunas sociedades europeas se reirán de nuestras contradicciones, como llamar a la mujer «vaso débil» aunque tenga que ser fuerte como un diamante para aceptar olímpicamente que le presentemos hijos extramatrimoniales. ¿Quién es débil?
El punto es que, si no nos sacudimos la pereza mental para analizar y hasta cuestionar nuestras acciones y maneras de pensar —individuales y colectivas—, seguiremos vendiéndonos el engaño de que las gentes buenas y nobles, las que se llenan de méritos para el más acá y el más allá, son las que se apegan a las costumbres y tradiciones porque sí, mientras que la disidencia y la crítica deben ser destruidas o neutralizadas.
¡Que vivan las costumbres y las tradiciones!, pero no como justificativo o distractor de malos actos o como dogmas o artefactos de dominación de la otredad, sino como instrumentos para hacernos felices sin arruinar la felicidad de los demás.