«Tenemos que demostrar que la democracia sigue funcionado, que nuestro gobierno puede cumplir con la gente», expresó el cuadragésimo sexto presidente de Estados Unidos. En otras palabras, un régimen democrático con elecciones periódicas, pero con una visión miope, sin una inversión en las personas y sin un Estado robusto representativo e incluyente que atienda las necesidades de las clases medias y trabajadoras, conlleva el riesgo del surgimiento de líderes de corte autoritario. Lo vimos con Trump y lo vemos ahora cada vez más expandido en América Latina, particularmente en el norte de Centroamérica.
Los ciudadanos, hartos de promesas electorales mientras pierden sus empleos, ven sus bolsillos achicarse, escasas oportunidades para sus familias y pocas posibilidades de mejorar su calidad de vida y la de sus comunidades. Así, tienden a alinearse con candidatos que dividen a la población con discursos demagógicos y que buscan culpables donde no los hay. La labor de Biden en los próximos meses es seguir convenciendo a los congresistas en Washington de la necesidad de aprobar paquetes económicos que ayuden con la infraestructura física y reconstituyan el tejido social para mantener el equilibrio entre los bienes públicos y el mercado, de tal modo que se reviertan cuatro décadas de confianza ciega en los mercados y en un capitalismo que, cada vez más desregulado, exacerba disparidades raciales e inequidades sociales hoy visibles por la pandemia. La economía del derrame no funcionó, como admitió Biden. Solo para una mínima fracción de la población que concentró la riqueza. Pero no funcionó para la gente. Tampoco para la gobernanza ni para la democracia.
Sin embargo, este renovado llamado a la democracia y al estado de bienestar pareciera llegar al Istmo a destiempo, al igual que la transición a la democracia emprendida hace más de 30 años en la región. Sucede que, cuando estos países empezaban a transitar de regímenes militares y sanguinarios a democracias y a firmar la paz, al mismo tiempo se toparon con los dictados del consenso de Washington. Las recetas neoliberales privatizadoras debilitaron precisamente las instituciones y los bienes públicos necesarios que habrían evitado lo que tres décadas después vemos en la región: desigualdades, corrupción, narco-Estados, migraciones, falta de Estados fuertes que logren mitigar los desastres naturales y la crisis sanitaria de la covid-19, que azotó de forma brutal en 2020.
En Centroamérica, la democracia se encuentra en cuidados intensivos. Difícilmente sobrevivirá sin que los ciudadanos y la presión internacional así lo demanden, por las buenas o por las malas.
De tal suerte, hoy una nueva administración debe reajustar el timón para atajar otra vez los problemas que no lograron resolverse en tres décadas de democracia formal, los mismos que estuvieron en el origen de las guerras civiles en la región, solo que esta vez los actores con quienes debe lidiar son Gobiernos civiles pero aliados, como en el pasado, y élites político-empresariales que en este nuevo escenario están en comunión para financiar ya no guerras fratricidas, sino regímenes a su medida —así sean autoritarios, criminales y corruptos—, de modo que sigan preservando sus privilegios corporativos y familiares.
Allí está el presidente Bukele en El Salvador, aparentemente limpiando la casa, pero atentando contra la democracia y contraviniendo el Estado de derecho a sus anchas. O el presidente Hernández en Honduras, un narcopresidente que pocas esperanzas ofrece a millares de sus ciudadanos que huyen desesperados hacia el norte. Y qué decir de un Giammattei en Guatemala cuyas alianzas partidarias en el Congreso han servido de eslabón para sellar el llamado pacto de corruptos y desahuciar el sistema de justicia y los contrapesos en el país.
En Centroamérica, la democracia se encuentra en cuidados intensivos. Difícilmente sobrevivirá sin que los ciudadanos y la presión internacional así lo demanden, por las buenas o por las malas. Y aunque Biden haya anunciado que «Estados Unidos está de nuevo en marcha» a unas cuantas semanas de la visita de la vicepresidenta Kamala Harris a Guatemala, cuesta imaginar cómo la encargada especial convertirá «la crisis en oportunidad» y «el retroceso en fuerza» en este su patio trasero.