Ahora se le miraba muy grueso, había perdido todo el pelo y las facciones del rostro se habían endurecido. Sólo en los ojos conservaba aquel rastro de tristeza o melancolía. Fue abusado repetidamente por un profesor. Algunos años después, los que lo habíamos intuido, o incluso sabido, lo hablábamos entre nosotros tan en secreto, tan en silencio, que nos volvimos encubridores.
Después de treinta años, poder contarlo sirve para espantar fantasmas y empezar a rehacer una vida por dentro. Pero no se debiera esperar tanto. La fractura individual y social que sufre una persona y una familia por el abuso tiene consecuencias imprevisibles. Se ha publicado mucho en Centroamérica sobre la alarmante epidemia de abuso sexual en el seno de las familias. Pero cuando alguien habla, el silencio envuelve de inmediato el aire en un intento criminal de olvido y cobardía.
Cualquier ley que se implemente para paliar o prevenir el abuso sexual se vuelve papel mojado si en la sociedad donde se legisla se trata de una práctica más o menos consentida. Está claro que la transformación real empieza en una verdadera y sana educación sexual, la gran asignatura pendiente en cualquier sistema educativo universal y de calidad que se precie. Pero hablar de educación de calidad a algunos les parece que significa exclusivamente educación pagada o de colegios privados. Una lástima, porque la relación entre trastornos relacionados con el sexo, la religión y la violencia en Centroamérica, incluida Nicaragua, no deja de asombrarnos en el peor sentido y debería ser una prioridad educativa.
El periodista Fabián Medina se ha sorprendido estos días de la escasa reacción en otros medios de Nicaragua, y habría que añadir de la región, por las nuevas declaraciones de Zoilamérica Narváez en la que hace ciertos señalamientos de hostigamiento a sus actividades laborales, y además se reafirma en el testimonio de haber sido abusada durante años por su padrastro, el hoy presidente del país. Es difícil analizar desde la lejanía los motivos para su silencio abrupto después de destapar aquel escándalo así como su reaparición reciente. Pero ni las posibles manipulaciones ni las intenciones políticas que haya detrás del caso debe empañar la necesidad y urgencia de abordar la problemática del abuso sexual con el rigor y la seriedad que merece, a pesar del ambiente enrarecido por la disminución de espacios críticos, incluidos los de este diario y las amenazas a la libertad de prensa.
Y es que aun cuando los medios ofrecen una cobertura mayor a los casos de abuso sexual, se termina imponiendo el silencio. No podemos dar por cierto unos hechos que ni siquiera han sido probados y juzgados, como los que declara Zoilamérica, pero se parecen muchísimo a lo que ha ocurrido en miles de hogares nicaragüenses, más de los que se quiere o se puede reconocer. De eso se trata. Porque aunque se hubieran demostrado las acusaciones, ¿no es verdad que en Centroamérica, y en concreto en Nicaragua, apenas existe un rechazo significativo a nivel social hacia el abuso o a la violación? Esta impresión surge de varias entrevistas, contactos cercanos a dramas similares, y muchas lecturas sobre el tema.
Es como si se dijera que “violar”, en Nicaragua, no es tan malo, o que “abusar” es un mal menor de algunos hombres, enlodados por una imagen de poder mal entendido. Es decir, que incluso si se demostrara que un presidente cometió abusos sexuales, este podría seguir ganando unas elecciones por mayoría y hasta ser bendecido por algunos sectores de la iglesia. El problema entonces no está en ese presidente, claro, sino en las raíces de la sociedad que mira para otro lado. De eso se trata.
El gran enemigo del abuso sexual es el silencio, y seguirá imponiéndose por un tiempo. Es lo que siempre ha ocurrido. Un silencio que puede durar treinta años o más. Es así de cobarde y criminal. Pero algunos fantasmas se retiran cuando empezamos a hablar.
* Publicado en Confidencial, 18 de mayo.