Cuello de botella

La azafata sonríe mientras me golpeo la cabeza contra el techo del avión al levantarme para dejar pasar a quien va en la ventana. No soy alto, pero el avión es definitivamente pequeño. Volar a Tegucigalpa (y sobre todo aterrizar en Toncontín) tiene un encanto provisto de cierta fragilidad que se replica al circular en un tráfico que sube y baja entre pasos elevados que recuerdan una montaña rusa y circunvala el Estadio Nacional hasta encontrar el distrito hotelero con sus calles cubiertas por policías militares.

Empiezo a trazar en un papel garabatos sobre el sonido melancólico que levanta el uso del cuello de una botella deslizándose sobre el diapasón de una guitarra, una de las técnicas del delta blues, mientras el taxi avanza sobre el bulevar Morazán. Alcanzo a escribir Me and the Devil y Crossroads como un apunte sobre el Robert Johnson al que la leyenda acusa de haber hecho un pacto con el diablo y de haber muerto envenenado por un marido celoso, historia que los Stone Foxes recogen de manera precisa en su álbum de 2010.

El vehículo se detiene. Mi primera reunión del día está por empezar. Paso por el detector de metales ubicado frente al acceso al salón. Un hombre pequeño, pero definitivamente con aires de personaje importante, me estrecha la mano, y su asistente, justo detrás de él, me entrega su tarjeta de presentación —«asesor especial», dice el título—, que me recuerda viejos modales castrenses e incluso masones. «Estamos aquí para hablar sobre el futuro», dice en su discurso inicial el hombre pequeño, dando a entender que, al menos en esa reunión, tendremos mucha suerte si alguien da la mitad de una explicación sobre lo sucedido.

Seguramente el papel de asesor especial es intentar ser Mr. Wolf en Pulp Fiction, pero una hora más tarde la reunión jamás ha llegado al futuro y el fantasma de una auditoría hace una cordial invitación a repensar el pasado.

Otros garabatos se unen a mi papel en el siguiente taxi: Crocodile Tears (Little Hurricane), como un ejemplo de otro cuello de botella, crea una singular melancolía que se traduce en esos versos que vuelan sobre la batería de una fantástica C. C. Spina: «Can’t believe a word you say. / You can save it for a rainy day». El gran Gary Clark Jr., con When my Train Pulls In, viene a darme una lección sobre lo que es la melancolía mientras el tráfico se atasca en el bulevar Suyapa.

El vehículo se detiene otra vez. Entro a una iglesia y me siento junto a un hombre que, sin dejar de mirar el cristo, comienza por decirme: «Todas mis comunicaciones están intervenidas». Y me cuenta lo sucedido durante la siguiente hora mientras yo hago notas en mi cabeza sobre detalles y personas. Me despido sin estrechar su mano.

El ascensor del hotel se abre. Al fondo, entre ocho guapas mujeres rubias, está el reguetonero que dará su concierto la noche siguiente. «Ya no hay espacio, brother», me dice. «Yo puedo caminar», contesto. Y reconozco, más tarde, frente a una Salvavidas, que este es el colofón perfecto para una jornada llena de clichés y lugares comunes. Anoto otro garabato en mi papel: Lead Belly. Y pienso que preferiría estar escuchando al tipo que inspiró a Kurt Cobain.

scroll to top