Hay ventas de tacos y tostadas, jóvenes orinando sobre las banquetas, banderas por todos lados, vehículos cargados de personas eufóricas, reggaetón, y un grupo de corredores portando una antorcha. Estamos en septiembre, ese mes del año en el que nos podemos llamar patriotas sin tener que vincularnos a ese partido político.
El 15 –mañana– marca 192 años de independencia. Me pregunto: “¿Independencia de qué?” Continuamos siendo esclavos de la desigualdad, la ignorancia, y de nuestras mentes estrechas.
Somos una tribu de 14 millones de personas, habitamos el mismo territorio sin saber lo que significa ser guatemaltecos. Vivimos en el mismo país, desconectados el uno del otro, sin hacer el más mínimo esfuerzo para reconocernos. Fingimos celebrar nuestra libertad con un patriotismo falso que se refleja al disfrazar a los niños de “inditos”, en el despliegue de banderas en cada esquina y la siempre presente publicidad haciendo alarde de nuestros paisajes. Somos una sociedad parecida a una fotografía que es retocada para evitar que se vean las muchas imperfecciones; escondiendo las libras de más y disimulando la celulitis.
Maquillamos, cada 15 de septiembre, esta burbuja en la que vivimos a base de “orgullo chapín” para olvidarnos de lo que pasa. Allá afuera, en la Guatemala de verdad, septiembre ha sido marcado –entre otras cosas– por una masacre, un accidente que dejó más de 40 muertos, y las decisiones incongruentes de políticos que pareciera que no saben lo que están haciendo.
Guatemala es esa adolescente que abandona a su hijo recién nacido en una iglesia, en las puertas de un hospital o en una bolsa de basura dentro de un desagüe; es esa victima que fue violada y no se atreve a denunciar; es esa joven recién casada que abordó un autobús sin sospechar que moriría al caer con otros 40 en un barranco, es ese presidente que no puede resolver los problemas locales, pero decide apoyar una guerra ajena, y es ese empleado público que se emborracha y mientras escandaliza en la vía pública se cree por encima de la ley.
Somos un pueblo que escatima en la educación, pero despilfarra en la publicidad para hacerse de la presidencia; somos funcionarios públicos que se benefician de los contratos farmacéuticos mientras cientos de personas mueren en la camilla de un hospital sin medicinas ni equipo adecuado; somos esa ignorancia evidente en las clases sociales altas a través de un mensaje de Facebook que dice: “Me urge maid que sea honrada, pilas y que le gusten los niños”. Somos ese niño que pasa sus días pidiendo limosna en un semáforo de la zona catorce y somos esos conductores que nos negamos a verlo a través del polarizado de nuestros vidrios. Somos ese candidato a la presidencia que ofrece respetar las leyes del país, pero empieza su campaña antes de tiempo quebrando las mismas leyes que debería defender.
A veces me pregunto qué significa ser guatemalteco, por qué celebramos una independencia que no existe, y por qué nos escondemos detrás de estas celebraciones que no significan más que las toneladas basura que serán recogidas el lunes.
Sigo en el tráfico. Otro grupo de corredores pasa a mi lado. La mayoría de ellos son niños y adolescentes. Llevan la antorcha de la libertad en alto. La cargan con orgullo y todos sonríen. Creen que pertenecen a Guatemala y que Guatemala les pertenece.