Al margen de lo electorero

Dicha premisa es capaz de instituir significados particulares en la psique colectiva sobre las formas de lo político, de lo democrático, de las vías lícitas de transformar y acceder al poder a través de la política: es el discurso de la normalidad de la legalidad constitucional-electoral como el termómetro juez de la calidad de la democracia guatemalteca.

En su legitimación se observa la culminación de eso que comenzó en Guatemala en 1985, cuando las formas del miedo y del terror institucionalizado como mecanismo de destrucción de lo político habían hecho ya su trabajo. Regresamos a un Estado constitucional como promesa de protección de la persona frente a la arbitrariedad estatal, pero también como anulación efectiva de cualquier tipo de disputa hegemónica sobre ese mismo Estado capturado y construido a la medida de quienes se aprestaban a saquearlo en los siguientes 30 años.

Esto que fortaleció la normalidad institucional, esas formas de legalidad que nos protegen en sentido universal, se convirtió en su contrario en la particularidad: la principal apuesta contrainsurgente y antidemocrática fue, como bien han escrito algunos sociólogos y politólogos, precisamente ese modelo de transición que en el marco del quiebre neoliberal del Estado, con todo y el fiasco social que entrañaba, instauraba una forma de normalidad y de cotidianidad nada despreciable comparada con el estado de terror institucionalizado de los años anteriores. Comprar la paz de la institucionalidad democrática a cambio de ignorar la venta de la exigua estatalidad haría un daño de mayor alcance que la piñatización del Estado propiamente dicha: la destrucción ideológica de lo público.

Esta normalidad legal traía consigo, como caballo de Troya, una despolitización y un ostracismo del sujeto político activo. Las formas de cambio político social se subsumieron en esta legitimidad institucional con el supuesto potencial de transformación del conflicto o, más bien, de tamizarlo.

Entonces, como paradoja, surgió de nuestra legitimidad sistémica esta normalidad y cotidianidad, la cual fue el punto de apoyo de la movilización de la clase media urbana en el 2015, pero también la responsable de que la normalidad electoral se instaurara tranquilamente ese mismo año y de que, sin pena ni gloria, en 2019 se vuelva a instaurar como la tapa al pomo de un proceso de transformación política incierta.

¿Cuál será la promesa creíble en este 2019? La lucha contra la corrupción […] no parece ni puede ser, ni de lejos, un proyecto ideológico de nación.

Por supuesto que hay otros elementos no reducibles a esta coyuntura reciente que también explican lo anterior, que saltan a la vista o que no requieren mayor agudeza interpretativa respecto a la calidad de la democracia guatemalteca: cualquiera puede preguntarse qué tipo de consenso deliberativo puede surgir de una democracia de la pobreza y la miseria, de patricios coloniales y de clientelas de burócratas aspiracionales que hacen la talacha en esta época moviendo y aceitando las maquinarias electoreras para sus patrones, maquinarias sin las cuales los villanos y corruptos de turno intimidarían bastante menos.

La incipiente clase media de 1920 se dejó robar la cartera fácilmente luego de sacar del pescuezo al dictador en su refugio de La Palma. Hizo falta la traición del Ejército en 1954 para desbaratar la modernización política y económica del país emprendida por una clase media políticamente brillante y cuyos hijos más valiosos serían masacrados por el Estado contrainsurgente décadas después. En 1985 y en 1996, a esta misma clase media se le prometió una transformación a través de la bondad intrínseca de la institucionalidad democrática. ¿Cuál será la promesa creíble en este 2019? La lucha contra la corrupción como significante vacío, más allá de su propio moralismo, que se apresta a agotar su fuelle en esta elección, no parece ni puede ser, ni de lejos, un proyecto ideológico de nación.

Esta democracia barroca (término prestado del lenguaje del maestro Bolívar Echeverría) es la síntesis de unas contradicciones cuya unidad sistémica se reproduce en un collage aspiracional de modernidad, colonialismo y autoritarismo que nuestra certeza cotidiana llama normalidad. Pero precisamente el conocimiento de esto produce la extrañeza frente a esa particularidad. El desgarramiento de ese nosotros es la toma de conciencia necesaria. Allí es donde se puede apropiar la historia a través de la política. Más allá de la soporífera siesta electorera, hay mucha más política: esa política tan importante de cambiar antes de esperar algún fruto comestible de la higuera electoral.

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