La noble banda de la disciplina y las patadas

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Darío tiene once años y cursa quinto primaria. Es tímido. Su mamá habla por él y cuenta que el niño se deprimió mucho cuando perdió el cuarto grado en la escuela; hasta el punto de enfermar, afectado por una gastritis nerviosa severa. En cambio, su hermana Joslin, de nueve años, brinca por todos lados y no se detiene nunca: es rebelde y pareciera que le falta disciplina. Los dos hermanos comparten la misma realidad: un cuarto sin luz eléctrica, para ir al baño o a la cocina hay que salir a la calle;  también comparten   el amor incondicional de sus padres, Max y Rosa María, que se conocieron en un internado cuando eran adolescentes y que trabajan vendiendo dulces, desde la madrugada hasta el anochecer, en los buses que salen del Trébol hacia el occidente de Guatemala,.

Viven en la colonia El Edén, barrio popular de zona 5, que colinda con La Limonada, a pocas cuadras del mítico campo de fútbol de tierra y polvo conocido como el Maracaná. Casas de bloques y techos de lámina,   amontonadas en entre callejones laberínticos donde pululan pequeños grupos de jóvenes cuya ocupación no parece ser otra que estar sentados, pasar el tiempo  en  las gradas del hacinado barrio.

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A pocos metros del hogar de Darío y Joslin, conviven otras dos familias, comprimidas en el mismo edificio, siete personas en el primer nivel y otras cinco abajo, en un nivel subterráneo que sigue el declive del barranco donde la casa está asentada. En la parte de arriba viven tres hermanos, Marlon, Douglas y Ángel, de 13, 12 y 10 años, criados por su abuela Rosa, en espera de que la madre terminé el período de detención que la aleja de su familia. Abajo, los dos cuartos angostos se saturan con las risas y el incesante movimiento de otros tres hermanos, Carlos, Arla e Issieni, de 10, 6 y 4. Las dos niñas son una mezcla de sangre guatemalteca y hondureña.  Ana Julia, la madre, es garífuna, de Puerto Cortez. El papá trabaja como albañil  y gana los 5mil quetzales mensuales suficientes para mantenerlos a todos. Vive lejos y los visita dos veces al mes, dejando la gestión cotidiana de la familia a su esposa.

En otra parte de la ciudad, en zona 18, en una casa de la colonia Holanda, Dulce, de 13 años, sueña con ir a la universidad, estudiar medicina y volverse médico forense, ya que muchas veces pudo apreciar el importante desempeño de estos profesionales, rescatando muertos por las calles de las vecinas colonias de El Limón, donde estudia primero básico.

Los chicos de La Limonada y El Limón, tienen en algo común, además de las las condiciones de pobreza, exclusión y violencia. Al fondo del cuarto que hace de casa, medio escondido en una esquina, al lado de una torre de ropa amontonada o sobre un mueble empolvado, atrapado en el medio de los cables de la televisión, en su condición de único ornamento : un trofeo. .

Es la Copa Wong, reconocimiento que ganaron en el 2015 en un certamen de taekwondo, junto a  compañeros del grupo de jóvenes atletas que entrenan cada semana en las instalaciones del complejo deportivo Gerona, en el homónimo barrio de la zona 1, como parte del proyecto Siembra, ideado por el maestro Alfonso Gómez, cinta negra de esa disciplina.

Alfonso, mejor conocido en el barrio como “El Chino”, trabaja como jefe de departamento de compras y ventas en el Instituto Nacional de Electrificación de Guatemala (INDE). El chino dedica  su vida fuera del trabajo a rescatar a jóvenes de escasos recursos a través de la enseñanza del taekwondo. Confía tanto en su misión que llega a apoyar con dinero a los padres de los jóvenes más destacados para que puedan acompañar a sus hijos a los entrenamientos, costeando el precio del transporte urbano.

En menos de dos años de vida del proyecto, Dulce y Darío han demostrado mucho talento, ganando competiciones locales; y Katherine, Katy, una joven de 16 años, que vive en zona 2 con su mamá —viuda y desempleada—, se coronó campeona nacional en la categoría juvenil por dos años seguidos y en septiembre competirá en los Juegos Centroamericanos que se celebrarán en Honduras.

Dulce, Darío y Katherine aceptaron el reto y entrenan todos los días, enfrentando los sacrificios de una vida dedicada al deporte, cumpliendo, al mismo tiempo, con los compromisos escolares: por la mañana escuela y por la tarde gimnasio. Los primeros dos fueron aceptados en el histórico gimnasio “Tigres del Centro”, en zona 1, mientras que Katy entrena en las instalaciones de la Federación de Taekwondo, en zona 15.   

Son varias las anécdotas de cómo Alfonso logró conseguir donaciones para que sus alumnos lograran participar en los certámenes y pudieran dotarse del equipo necesario para practicar el deporte: desde la venta callejera de café y chocolate, la recolección de latas que los propios niños conseguían, hasta las becas donadas por los distintos centros de entrenamiento. En poco tiempo se ha creado una red de apoyo que permitió que se cumpliera el sueño del entrenador.

Más allá de los trofeos, las medallas y los reconocimientos alcanzados por algunos de los jóvenes atletas, prevalece el objetivo de un proyecto socio-deportivo que ofrece una oportunidad de desarrollo físico y mental a niños y adolescentes de escasos recursos de una ciudad poco generosa con los jóvenes, con los espacios de esparcimiento y de deporte.

A través del taekwondo, asegura el entrenador,  se aprenden los valores de la disciplina, el compromiso, la puntualidad, el respeto, la solidaridad, el autocontrol, la perseverancia y, porque no, un par de buenos trucos de autodefensa personal. En el taekwondo Darío logró encontrar una terapia de autoestima para recuperarse de las frustraciones escolares y ahora es un estudiante destacado, asevera su mamá; y Joslin consiguió un poco de la disciplina que debería mantener también en otros espacios.

El taekwondo se parece a la vida: siempre se reciben y se dan patadas. Lo que importa es levantarse, sentirse parte de un grupo, respetar a los demás y, como repite incesantemente Alfonso, “nunca, nunca, olvidarse de dónde viene uno”.

Todos son bienvenidos al proyecto Siembra, no existen límites de edad porque nunca es tarde para aprender un estilo de vida sano y saludable, dice entusiasta el entrenador.

Los reflectores de los juegos olímpicos de Rio de Janeiro se apagaron y dejaron un rastro de entusiasmo, alegría, colores y medallas. Se vuelve a la realidad, y estos chicos, y sus padres y su entrenador, siguen en sus barrios violentos, en la sobrevivencia del día a día, en sus pequeños cuartos hacinados. Pero allí, al fondo, hay un trofeo.

 

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