La mirada opaca de Roberto L., su ausencia del presente, ese estar sin estar, se repite en muchas de las 400 personas que, según información del Ministerio de Gobernación, viven sin hogar en el departamento de Guatemala.
A veces están lúcidos, y a veces menos. La calle mina.
A un par de cuadras, al mediodía del jueves 26, un grupo de jóvenes se reúne en el habitual punto en que los voluntarios del Movimiento de Jóvenes de la Calle –Mojoca– distribuyen frijol y arroz de almuerzo, todos los días. Mano a la boca, solvente en los pulmones, la concentración de fantasmas despeinados, ojos grandes y pantalones enormes amarrados a piernas esqueléticas, se dispersa en el lapso de la entrega de la comida. Es el tiempo que le toma a José David, 20 años y 8 de andar en la calle, de probar la mascarilla recién regalada besando a Mercedes, de 18, justo lo que no se debería hacer.
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Pero cómo va a alarmar una epidemia viral a estos seres humanos que tuvieron que abandonar cualquier aspiración, cualquier pretensión de derechos, si su vida se llenó de abusos y violencias que los obligaron a refugiarse en la calle para sobrevivir.
Vidas frágiles.
Vidas quemadas, como las neuronas que el solvente vapulea por montones con cada bocanada.
Vidas que huyeron de hogares en que las pisotearon brutalmente, cuerpo y espíritu, o que no tuvieron.
¿Adónde van, en el toque de queda, los que no tiene adonde ir?
Unos se esconden. Otros, los mayores y los más niños, buscan albergues.