A finales de 2013 se publicó en Nueva York un libro. Hace apenas dos o tres semanas llegaron a Guatemala algunos ejemplares. Crecer a golpes examina cómo cambiaron, evolucionaron, triunfaron o se hundieron por momentos trece países en los cuarenta años que pasaron desde el golpe de Estado contra Salvador Allende en Chile, el 11 de septiembre de 1973.
Francisco Goldman, el autor guatemalteco-estadounidense de El arte del asesinato político, escribió el artículo sobre Guatemala y, como en aquel libro, centra su atención en la figura de monseñor Gerardi, pero logra arrastrar aquel pasado hasta el presente poniendo de relieve una coincidencia: la juez Yassmín Barrios, que juzgó aquel caso, juzgó también a Ríos Montt, y la Fiscal General, Claudia Paz y Paz, que procuró contra el militar, trabajó con el obispo.
El texto era sorprendente no por lo que decía sino por quién lo decía. Paz y Paz y dos de sus ayudantes en el Ministerio Público acusaban a los que a su juicio son los protectores de la impunidad: la Fundación contra el Terrorismo, AVEMILGUA, el CACIF, los doce que firmaron la carta contra el juicio.
¿Eran cómplices de genocidio?, pregunta Goldman. “Pus me imagino”, responde la Fiscal General, “porque tuvieron tanto miedo. Alguna vez vinieron a dejarme una hoja, y me dijeron: ‘Mirá, aquí, ya hablan de pueblos indígenas. Naciones indígenas. Después de la sentencia por genocidio, ¿qué va a pasar en el país?’. Es como si dijeran: ‘No llamamos a la violencia contra la mujer como se llama, porque si no las mujeres van a querer sus derechos.’”
La sentencia por genocidio había sido el primer round, decía la Fiscal. Su anulación, el segundo. “Empatados”.
¿Llegó el miércoles, de manera inesperada, el tercero, un nuevo capítulo de este crecimiento a golpes?
A diferencia de la ilegalidad de la decisión que tomó la CC al anular la sentencia, la del miércoles, aún provisional, parece más disputada desde el punto de vista jurídico, aunque se acoge a unos artículos transitorios de la Constitución de una manera que muchos abogados consideran anacrónica y legitima a un ponente cuya legitimidad es incierta. La Fiscal apeló con buenos argumentos, la CC respondió como un padre autoritario y caprichoso –así lo hizo también durante el juicio por genocidio–, dando órdenes que no razona ni fundamenta. Y se ha desencadenado un proceso del que todo lo que se puede saber es que quedará muy enredado si al final la Corte cambia de opinión. Todo puede pasar. Ya lo hemos visto. Parte del Congreso se declaró informalmente en rebeldía la semana pasada y está en un impasse y tenemos suficientes pruebas de lo que sucede cuando los diputados quieren congelar el tiempo.
Si durante los últimos años hemos podido comprobar que los fallos de la CC en este tipo de asuntos son cualquier cosa menos una manera de desarrollar la doctrina, es iluso esperar que sean estrictamente legalistas. Se concrete la salida en mayo o en diciembre, este amparo no es ingenuo y parece anunciar el cumplimiento de un anhelo largamente acariciado por algunos de los sectores más retrógrados de la sociedad: la expulsión de Paz y Paz y su equipo del sistema de justicia.
El trabajo del actual Ministerio Público, en coordinación con el Gobierno anterior y con este, ha sido notable. Está claro. Pedirle que resolviera o siquiera abordara en cuatro años, flotando en las olas ácidas de un sistema trucado y corrupto, todos los problemas, o destruirlo por no hacerlo, era como lapidar a un corredor principiante por no hacer la maratón en tiempo récord.
Por eso, los más inteligentes entre los que quieren el destierro de Paz y Paz no se atreven a regatearle los resultados y enarbolan el dudoso discurso de los plazos. Sin entrar, todo sea dicho, a sopesar los asuntos formales de fondo, valga el oxímoron: la transitoriedad de los artículos transitorios y la legitimidad del ponente.
En el tiempo en el que la Fiscal ha estado al frente del Ministerio Público, logró muchas cosas que eran viables aunque sólo ella lo sabía. Olvidó otras, naturalmente. Pero empujarla, motivados por una esperanza sin cálculo o la mala fe, a hacer aquello para lo que carecía de fuerzas y de armas hubiera sido como lanzarla a una ebullición de pirañas. Cualquiera que se mida con el horizonte parece pequeño por comparación.
Naturalmente, se les pueden criticar torpezas prodigiosas, como la investigación de la masacre en la cumbre Alaska, o la mala coordinación con Suiza en el caso contra Javier Figueroa. Y se les pueden pedir mayores esfuerzos en materia de lucha contra la corrupción, sin olvidar dos cosas: que quien tiene la potestad de auditar y no lo hace apenas es la Contraloría General de Cuentas y que ahí están los procesos en contra de Gándara, Vivar, Medrano o Raúl Velázquez, y la extradición de Portillo.
Pero es injusto negarle a la Fiscal y a su equipo que, además de ser parte del sistema que ha logrado reducir la impunidad en alrededor de un 25%, procesar a un ex jefe de Estado y a una parte de la ex plana mayor del Ejército, comenzar a investigar los abusos de la empresas extractivas, han logrado algo aún más importante: han logrado que muchas excusas que antes servían se hayan vuelto inviables, han logrado, más que escupirle en la cara a la bestia, ponerle un espejo enfrente y mostrarle su rostro.
El país está enterrado muy hondo. A diferencia de la mayoría de sus antecesores, Paz y Paz excavó varios metros en su rescate y en ese esfuerzo comenzaron a aparecer los huesos.
Quizá el Ministerio Público actual no haya sido perfecto –así son las instituciones; lo otro son superhéroes–, pero ha sido con diferencia el mejor que hemos conocido. Ese es el camino.